Nicolás Correa Hidalgo 

ncorreah@yahoo.com.mx 




“Así como las hojas de los bosques caen al cambiar los años…”
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    Embarcarse es como enfrentar una hoja en blanco para un escritor: no se puede saber cómo será el viaje, por más que uno crea conocer el destino.
    Aquel 8 de diciembre del año 2012, el ronco motor del catamarán aceleró su pulso a través de los vaivenes naturales del aparentemente Pacífico Mar del Sur, girando hacia estribor para irnos mostrando en un sube baja, inmersos en la Bahía de Coquimbo, la “tierra a la vista”, desde Punta Teatinos a nuestra izquierda -el norte– hasta Punta Tortuga a la derecha, con la ciudad de La Serena enfrente, coronada por las terrazas que conducen hacia el Valle de Elqui de nuestra Gabriela Mistral, cuyos versos se acercaban hasta casi oírla susurrar, en la dedicatoria de la fotografía que le dio a mi padre cuando fue a visitarla: “A Raúl Correa, que me trajo a Chile en voz, ojos y verdad”.
    Me encontraba pensando que sabíamos más bien por imaginación que por experiencia cómo era ese ritual al que íbamos, cuando la embarcación se detuvo ante el sobrecogedor paisaje de esas costas tan llenas de historia que teníamos ante nuestros ojos: Juan Bohon, Francisco de Aguirre, surgieron como nombres sin rostro de los relatos que nos hacía mi padre cuando éramos niños y veníamos a verlo, así como parecían divisarse en lontananza las palmeras que nos mostraba desde su casa de calle San Joaquín con Cisternas y que, según él, conservarían puntas de flechas de los indios en su altura. El Paseo de los Poetas, con sus bustos, homenajeaba a los ancestros de la tradición literaria regional y nacional de la que él también pasó a formar parte.
    El motor se detuvo dejándonos el silencio interrumpido solamente por los golpes de la marea en el metal que nos mantenía a flote y por una que otra gaviota que parecía también venir a cantar la despedida. Los familiares estábamos entre amigos. El Círculo Literario Carlos Mondaca Cortés, que le había otorgado el Premio Regional de Literatura en 1981, era “un grupo de amigos” para él, y gracias a ellos, con Luis Macaya a la cabeza esta vez, estábamos cumpliendo su deseo.

 


    Breves discursos hacían más sobrecogedor el momento que se iba escribiendo en nuestras páginas en blanco. Abrimos el ánfora, y brotaron con intensidad las fulgurantes imágenes de la historia de todos los enfrentamientos entre los conquistadores y los habitantes de estas tierras, trayendo inevitablemente las llamaradas de la furia que destruyeron esos primeros encuentros; imágenes que lentamente fueron deslavándose, para quedar atrás, porque a pesar de su voracidad no impidieron que la vida continuara hacia su curso creativo en las letras que buscaban depositarse a buen recaudo, tal como las cenizas del cuerpo de mi padre volaban ahora desde la borda como queriendo saltar y a la vez siendo impulsadas por la brisa costera, hasta depositarse suavemente en ese azul verdiblanco de la superficie que las esperaba, empezando a confundirse con toda la riqueza marina, integrándose al paisaje que baña a la ciudad Serena, en una danza de cenizas que era un “hablar con palabras suaves”: “sonis blandis adire”, la frase de Cicerón que mi papá intentó plasmar en sus versos. 

    Hubo un silencio de recogimiento hasta que nos estremeció el pitazo del barco que, como el último estertor de un ser mitológico hundiéndose en las profundidades y al mismo tiempo el último adiós de quienes lo sobreviven, solemnemente daba por terminada la ceremonia, encendiendo sus motores para el regreso a tierra. La voz y los ojos del hablante Raúl Agustín Correa Ramírez relatando lo que veían de Chile –tal como lo anotara Gabriela– quedaban como una verdad en los parajes interiores de cada uno de quienes estuvimos allí, indisolublemente unida para mí, a un profundo agradecimiento a mi papá, quien junto a mi madre me dieron la vida, así como a la necesidad de agradecer por estos emotivos momentos, a cada una y a cada uno de sus amigas y amigos del Círculo Literario, por su noble compañía escribiendo esta página que al comienzo estaba en blanco, tal como acompañaron a las hojas de los bosques al pasar los años de mi padre, como reza el epígrafe con los versos del poeta romano Quinto Horacio Flaco, en su primer libro “Persecución y Fuga. Elegía” (1965), y que da el título a este breve texto. 

Que decante tu ausencia* 

Que decante tu ausencia
que se callen tus silencios
que las palabras entrecrucen sus miradas
para sentir que ya vienes,
que estás aquí
encarnando las horas,
los segundos,
las fracciones del tiempo
en aquellos giros
que alimentan ilusiones,
para sentir que alumbran
las hojas secas que viajan
con su luz por los humedales
entre pétalos silvestres
entre los verdores de la memoria,
y así respirar en plenitud
esa esquiva holgura del paisaje.

(*) Correa Hidalgo, N. “Que decante tu ausencia” en Atando cabos, MAGO Editores, 2024.



Galería fotográfica en recuerdo de don Raúl Agustín Correa Ramírez, profesor y poeta, Premio Regional de Literatura 1981 otorgado por el Círculo Literario Carlos Mondaca Cortés y Distinción especial del Pen Club de Chile en 1984 por su libro “Sonetos serenenses”.





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